—¿Un primer marido? No, no sabía nada. Yo pensé que Ernesto era tu primer marido.
—No. Ernesto es mi segundo marido.
—Pero ¿Quién era?
—Lo conocí por unos amigos. No era muy alto, moreno, muy delgado. Nada del otro mundo, pero atractivo. Era ingeniero, una persona inquieta, sociable. Nos parecíamos mucho, compartíamos gustos, viajábamos, nos reíamos. Todo era fácil.
—Parece ideal, ¿por qué te divorciaste? ¿Te divorciaste?
—Cuando llevábamos casados siete años, tuve una gripe que me dejó postrada en la cama una semana. Ese mismo viernes, teníamos una fiesta en la casa de unos amigos de amigos. No los conocíamos. Como me dolía todo el cuerpo y no me podía levantar, le dije que fuera él a la fiesta. No quería ir sin mí, me dijo que se aburriría, que no me quería dejar sola. Yo le insistí para que fuera, que se distraería. Le dije que, de todas formas, yo me iba a tomar unas pastillas y dormir. Así que al final, se fue y yo me tomé las medicinas y me quedé dormida.
—¡Ay, Dios! ¿Y le pasó algo? ¿Tuvo un accidente?
—No, no tuvo un accidente. A las cinco de la mañana, me despertó. Me zarandeaba desesperado. Yo estaba medio dormida, me había tomado la medicación así que no estaba muy lúcida y no acababa de entender lo que me decía.
—¿Tuvo un accidente y mató a alguien?
—No, nadie se muere. Bueno, sí. Pero espera. En la fiesta había conocido a una mujer, la anfitriona, la pareja amiga de nuestros amigos. Me dijo que había sido un auténtico flechazo, como esos que se veían en el cine. No se habían podido separar en toda la noche. Yo pensé que estaba completamente borracho. Me preguntó que qué íbamos a hacer ahora, que cómo íbamos a incluirla en nuestra vida. Como siempre que te pasa algo que no te esperas, tardé en reaccionar. Le dije que lo que tenía que hacer era dormir la mona y que mañana todo se habría pasado.
Pero a la mañana siguiente, siguió la misma cantinela. Había momentos en que pensaba que un día nos despertaríamos y volveríamos a ser los de antes. Desde fuera hasta parecía que todo seguía igual. Estuvimos un par de meses así. Pensé que él se acabaría cansando de ella. Yo cada día estaba más delgada, no dormía. Hablamos y decidimos darnos seis meses separados, así el vivía esa aventura. No veíamos otra alternativa y no duraría eternamente, no podía durar. Los dos estábamos convencidos de eso.
Me fui a vivir a un apartamento sola. Perdí casi quince kilos en esos seis meses. Los colegas del trabajo me decían que parecía un chupa-chups porque era pura cabeza. Yo había dejado de vivir en cierto modo, solo estaba esperando. Llegaba a casa y marcaba en un calendario que tenía en la pared de la cocina, los días que habían pasado desde que nos habíamos separado. Cuando marqué el último día de los seis meses lo llamé por teléfono. ¿Y sabes lo que me dijo?
—No sé, no sé.¿Que se quería separar? ¿Que quería volver?
—No. Me dijo: «No me lo puedo creer ¿Ya han pasado seis meses?». Y ya no hizo falta más. A los pocos días me enteré de que el anfitrión de la fiesta, el marido de ella, se había estrellado con el coche contra un árbol. Iba borracho, pero todos pensaron, como yo, que se había suicidado.
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Breves: La teoría de las puertas
Este texto apareció por primera vez en el blog La historia sin fin, échale un vistazo aquí
En una fiesta hace unos años, conocí a un chico finlandés que me explicó, en medio de la algarabía y del baile, que una persona solo disponía del tiempo necesario para atender a unos cien amigos a la vez. Si incluía a alguien más, alguna de aquellas personas (las atesoradas cien) debía salir, como si uno más nos impidiera respirar. Donde se abría una puerta, se cerraba otra.
Aunque al principio, su razonamiento me pareció frío —claro, era nórdico—, pensé que escondía una parte de verdad. Era otra formulación de aquello de que cuando se abre una puerta, se cierra otra. Mi tiempo era limitado, no había para todos. ¿Me había tomado la amistad demasiado a la ligera? ¿Merecía le pena dedicarme a personas nuevas si iba a abandonar a otras? Yo iba por la vida como si fuera un perro al que le tiran un hueso y corre, atolondrado, detrás de él. ¿Había que razonar y racionar la amistad? Esta teoría descartaba también cualquier posibilidad de tener un novio, o un marido, y, además, un amante; justificaba la fidelidad no por una falta de ganas, sino de espacio, y esto eliminaba complicaciones y culpas. Por otro lado, si se trataba de rupturas, no era necesario indagar en los problemas, sino que había una persona nueva a punto de abrir una puerta u otra ya la había abierto de par en par.
Más adelante, descubrí, ya que los finlandeses no son lo que se dice charlatanes, que me explicó esta teoría porque se había bebido una botella de vodka, quizás no la seguía a rajatabla, o sí. Y aunque ya había plantado la semilla de la teoría y, a partir de entonces, cuando conozco a alguien tiendo a sopesar quién se verá afectado por la onda expansiva del tsunami, lo cierto es que existe una especie de ley de selección natural darwiniana que hace que nos elijamos y nos descartemos sin necesidad de mantener un cálculo. Algunas veces nos quedamos cortos y otras nos excedemos.
También descubrí que yo no estaba dentro de esas cien personas que el finlandés atesoraba en su círculo; la puerta se cerró. Se ve que mi ansia de comunicación resultaba agotadora para un nórdico sobrio. Bueno. Nadie es perfecto.
El Olimpo e internet
Este artículo se publicó (impreso) en el periódico El Observador Prensa Libre en septiembre de 2015. Ahora, se puede leer en línea aquí y en este blog.

Denise debe estar muy desilusionada. Más de uno en las redes sugería a Megan romper con su novio actual para así poder tener el final de película que se esperaba de ellos. Las malas lenguas comentaban que todo era una estrategia de marketing para promocionar la banda de Christy. Quizás. También podría ser que los dioses del Olimpo estén jugando con nosotros y urdieron esta complicada historia para demostrarnos una vez más que, en las cosas del amor, estamos todos completamente ciegos y que Eros sigue siendo tan arbitrario en la era digital como lo era en la analógica.