Breves: Confesión

Este texto se publicó en el blog La historia sin fin que pueden visitar aquí.

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—Dime, hija, ¿qué te preocupa?

—Padre, las notas bajaron otra vez.

—¿No estudias?

—Sí, me siento a estudiar, pero me cuesta porque me pongo a pensar en comer.

Voy a la cocina y me preparo un sandwich de jamón y queso con un poco de

mostaza y mayonesa, y también me llevo galletitas. Si mi mamá compró las que

a mí me gustan, esas que están rellenas de chocolate, entonces me puedo comer

todo el paquete de una sentada. Y como se me seca la boca, me llevo algo para

tomar también. Mi mamá compra bebidas sin azúcar para que no engorde, dice,

pero yo acabo preparándome un Nesquick y le pongo azúcar porque me gusta

que la leche esté muy dulce. Me llevo todo al cuarto y me pongo a comer

mientras estudio, pero no me quedo con nada, porque me pongo a pensar en

que me gustaría hacerme otro sandwich. A veces, ni me da tiempo a leerme la

página que ya quiero prepararme otro, y me paso toda la tarde yendo y viniendo

de la cocina.

—¿Y tus padres te llevaron a un médico?

—Sí, padre, el médico me pregunta por mis preocupaciones y yo no sé qué

decirle. Me da vergüenza. Con él, no tengo la confianza que tengo con usted.

—¿Qué te da vergüenza?

—Lo que pasa padre es que … no sé, yo no estoy en el cuerpo correcto. Esta chica

gordita no soy yo. Yo lo sé esto hace mucho, pero no sé qué hacer. No sé si Dios

lo decidió así o si justo hubo un fallo divino cuando nací y se confundieron.

Entiendo que cualquiera, hasta el más divino, pueda cometer un error. Usted

mismo lo ha dicho alguna vez. En resumen: no tengo el cuerpo que me

corresponde. Yo no soy una chica, padre, no soy una chica, y esa es la verdad.

Pero no sé por dónde se empieza con esto, ¿me entiende?

 

Lugares en el mundo: La huerta de Lorca

Este artículo apareció impreso en el número de enero de El Observador Prensa Libre (Chabás, Argentina).

img_20161228_173524747_hdrEn 1981 se llegaba a la Huerta de San Vicente, llamada así en honor a Vicenta Lorca (madre del poeta), por un sendero rodeado de otras huertas de flores y hortalizas con el constante sonido del agua de las acequias (ese sonido tan presente en Granada). Recuerdo el olor a las higueras que crecían a intervalos por el camino y de las que comíamos unos higos sabrosísimos. La casa no estaba, no está, lejos de Granada -hoy integrada en la ciudad-, pero ese sendero de tierra hacía pensar en iniciar un paseo, un viaje, una aventura. Después de unos viente minutos, en una bifurcación, te encontrabas con la casa blanca de dos plantas y de tejas rojas tan típicamente andaluza. En la puerta de entrada, un jazmín le daba un perfume inconfundible a las tardes de sol y frío. Si te colocabas frente a la casa, se veía a la derecha la ciudad y detrás la sierra muy nevada, en especial en invierno, y a la izquierda, la Vega, uno de los trozos de tierra más fértiles de Andalucía que el crecimiento de la ciudad ha cercenado poco a poco.

Entonces, la casa pertenecía a la familia García Lorca. Había que llamar a la puerta de los caseros para entrar gratis. Es difícil creer que nos abrieran siempre con una sonrisa y nos dejaran deambular por las habitaciones de la casa. Quizás el hecho de venir de Argentina jugaba a nuestro favor o quizás fuera la ferviente admiración de mi madre por Lorca que sabía trasmitir a la perfección. Yo había llegado a Granada, sin ningunas ganas de emigrar, con el aliciente de que era la ciudad de Federico y que, por consiguiente, tendría la misma magia que su poesía y su teatro.

La municipalidad adquirió la casa en 1985 y la convirtió en un museo por el que se paga una entrada muy barata por una visita guiada de media hora. El Parque Federico García Lorca rodea la casa. «No es bonito, pero es mejor que edificios», comenta el guía y es cierto, pero mejor todavía hubiese sido conservar ese camino de tierra con higueras que recuerdo de la adolescencia. Por suerte, el jazmín sigue allí como único testigo de ese otro lugar donde todavía había huertas y una Vega para el esparcimiento dominical.

En la planta de abajo se conserva la casa más o menos como estuvo en los años en los que veraneaba la familia -de 1926 a 1936-. Se entra por un recibidor amplio que distribuye el comedor y salón a la derecha, y otro salón a la izquierda con el piano de media cola que tocaba Federico y algunos cuadros: Mujer fumando en pipa de Dalí, el retrato de Lorca pintado por Gregorio Toledo, decorados y bocetos de las obras de teatro de La Barraca. También están colgados el diploma de maestra de Vicenta Lorca y de Derecho de Federico. El guía apunta que la madre obtuvo un Sobresaliente mientras que el poeta un simple Aprobado; y es que sólo cursó los estudios para complacer a su padre, nadie dudaba de que su futuro era la literatura. Y en un rincón, el gramófono donde el escritor escuchaba música, parte inequívoca de su formación. En esta planta también está la cocina, donde se dice que se fraguó más de un diálogo de sus famosas obras de teatro, y la habitación de su hermano Paco, también poeta, cerrada al público.

En la planta superior, la habitación de Lorca tiene una cama pequeña y un gran escritorio donde se acabaron obras como Romancero gitano, Bodas de sangre, Yerma, Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, El Diván del Tamarit… Según cuenta su hermana pequeña, Isabel, en su biografía, Federico trabajaba con gran intensidad, sobre todo, por las noches. A veces, durante la tarde (cuando el calor obligaba a la reclusión total) le leía un pasaje. Ella le decía que le gustaba aunque no sabía por qué. Federico prefería esta respuesta a ninguna otra, siempre alejado de la adulación fácil. En la pared junto a la ventana, hay un cuadro de Rafael Alberti, un regalo de la época de la Residencia de estudiantes de Madrid.

En las habitaciones de los padres y las hermanas se ha dispuesto una exposición fotográfica de la familia y de la evolución de la casa hasta hoy. Las más interesantes son las de los veranos. Una familia unida, abierta, alegre, decididamente muy singular para el ambiente cerrado y conservador granadino (un ambiente que acabó con la vida del poeta en 1936). Hay fotos de Federico con sus hermanos Paco, Concha e Isabel; con sus sobrinos Tica, Manolo y Conchita; con su cuñado Manuel Fernández Montesinos (también asesinado por la dictadura franquista), y con otros muchos visitantes. Las fotos más tristes son las de la familia en la Huerta en 1937; su hermana Concha, vestida con un luto riguroso tras la muerte de su marido y de su hermano, sonríe mientras posa con sus tres hijos.

Me voy cuando ya es de noche, paso por el parque y oigo el ruido del agua de una fuente de un color rosa de dudoso gusto. Todo parece haber cambiado, me siento afortunada de haber visitado este lugar cuando se tocaba el timbre y los caseros, ya muy viejos, abrían la puerta a ese mundo lorquiano que al menos sigue presente en esta casa y en sus libros.

Breves: Los paciagos

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wright-brothers-1386238_1280Había una vez una isla en el océano Atlántico donde vivían los paciagos, un pueblo de personas muy, muy pequeñas que subsistían de lo que daban sus huertas y de la recolección de frutos del bosque. Cada uno de ellos tenía una pequeña cabaña individual en lo alto de un árbol. El árbol llevaba una etiqueta con el nombre de su dueño, también llevaban etiquetas las huertas, las flores y los árboles y frutos del bosque, de manera que la isla estaba plagada de carteles que indicaban a quién pertenecía cada objeto animado o inanimado de la isla; sí, también los gatos, perros, canarios, palomas llevaban su etiqueta con el nombre de su propietario.
Los paciagos vivían en un clima de aparente armonía porque a nadie se le ocurría traspasar la ley no escrita de la isla: no tocarás los bienes ajenos. Por las noches, se juntaban en la tierra de uno de ellos, por turnos estrictos y alfabéticos, encendían una hoguera y hablaban mientras bebían un vaso de aguardiente hecha de caña de azúcar, abundante en la isla. Los paciagos no se entretenían en prácticas sexuales, se consideraba que cada uno debía respetar su individualidad en todos los sentidos; así que no tenían hijos y vivían eternamente.
Todo hubiera transcurrido así por los siglos de los siglos, si no hubiera llegado a la orilla de la isla un cofre que contenía un libro con unas magníficas ilustraciones para construir un aeroplano. Los paciagos nunca habían visto algo igual y pensaron que si construían uno podrían etiquetar el cielo, las nubes, el sol y la luna. Aunque los paciagos estaban acostumbrados a trabajar en solitario, se organizaron por turnos de diez miembros para avanzar más rápido en la construcción a la vez que trabajaban sus tierras. Ese contacto diario hizo que se estrecharan algunas relaciones y el aumento del trabajo conllevó un aumento en el consumo de aguardiente. Más de una pareja de paciagos se escondía ahora tras los arbustos para dar rienda suelta a sus deseos tantos años aplacados. Otras relaciones se rompieron por discusiones ridículas sobre la interpretación de los dibujos, por las noches de sexo desenfrenado que se pretendía disimular o por la ausencia de las noches de sexo con alguien en particular.
Lo cierto es que la tranquila vida de la isla se vio francamente alterada con la llegada de los planos. Algunos querían volver al pasado, no les parecía tolerable el aumento en la carga de trabajo y el desenfreno nocturno, y otros, los que se escondían en los arbustos sobre todo, no querían volver ni locos. Decían que ahora se sentían vivos e insistían en la construcción del dichoso aeroplano que les ayudaría a etiquetar todo el mundo. Y entonces pasó lo que ya se veía venir, una noche cuando el aparato estaba casi acabado, solo quedaban retoques como asientos o ventanas, el aguardiente corrió en abundancia y un grupo de tres paciagos se envalentonó y decidió subirse al aeroplano y etiquetar alguna estrella. Algunos intentaron impedirlo con poco entusiasmo, ya estaban pensando en arrimarse a un arbusto para pasar la noche en compañía. Los tres intrépidos se subieron al aeroplano, encendieron el motor, alzaron el vuelo y se perdieron en la noche. No los volvieron a ver ni las estrellas quedaron etiquetadas, se quejaron los más prácticos. Sin el aeroplano que construir y la pérdida de tres habitantes de la isla, se decidió que la locura ya había causado el daño suficiente a la vez que les había perder tiempo valioso de siembra, así que todos volvieron a la antigua rutina, casi avergonzados de sus desmanes. Se prohibió el aguardiente y el sexo volvió a quedar en desuso.
Diez años después llegó a la isla otro cofre. En esta ocasión nadie quiso abrirlo por miedo a que se repitieran los mismos hechos del pasado. Le pusieron varias piedras para hundirlo en el fondo del mar. Y fue una lástima porque contenía una carta de los tres paciagos extraviados que les invitaban a construir otro aeroplano, el suyo se había estrellado al aterrizar, y les enviaban las direcciones para llegar a una nueva isla mucho más benigna y más rica en comida lo que les permitía pasar el día bebiendo y procreando como conejos.