Breves: Volare

Este texto apareció por primera vez en el blog colaborativo La historia sin fin, lo podés ver acá.

wings-berlinVolé por los aires. Esto sí que era el final porque no me imaginaba cómo después de tremendo vuelo iba a aterrizar sin matarme. Y no lo elaboré así tan clarito, sino que fueron una sucesión de ideas. Estoy volando. No puede ser. ¿Cómo se aterriza? ¡No puede acabar esto bien! ¿Cómo me está pasando esto? Pero si yo iba tranquilamente… Cuando caiga se me abre la cabeza y me mato. ¿Y si me rompo una pierna o un brazo? Mínimo te rompés una pierna y un brazo. Mínimo. Bueno, ya está hecho. Ya saliste volando y no podés hacer nada. 

Y ahí sentí un ligero alivio, unos segundos de descanso en el vuelo libre porque la suerte estaba echada. No pensé en nadie. No repasé momentos inolvidables. Nada. Ni siquiera pensé que me podía quedar paralítica o tetrapléjica. Esos últimos segundos fueron un abandono completo del cuerpo y de la voluntad. Ni te imaginás el esfuerzo tan gran que es vivir, pensar en posibilidades. Cuando no hay nada que hacer, cuando no queda más que ser espectador de tu vida inmediata, se pierde un peso casi físico. Estás volando, sabés que no va acabar bien y no podés hacer nada.

Ya sabemos que la dicha es breve, así que de pronto el suelo se acercaba y también mi aterrizaje. Creo que ahí, de forma automática, puse las manos por delante para no abrirme la cara. Imagino que también quise proteger la cabeza. No sé dónde leí que siempre tenemos el acto reflejo de proteger la cabeza cuando nos caemos. Y mientras tanto pensaba: ¡Ay, dios, ahora viene un golpe que me va a doler! Yo nunca me he roto nada. Esto va a ser un dolor insoportable. Me voy a romper todo. De nuevo, nada de repaso de la vida. Nada de luces ni de momentos de clarividencia. Ni una sola conclusión. Ni pensar en quedarme paralítica, tetrapléjica. Nada. Puro miedo al impacto.

Y aterricé. De lo primero que me di cuenta es de que estaba viva porque abrí los ojos. Se ve que los cerré antes de tocar el suelo. Hice una comprobación del cuerpo como si fuera un piloto de avión que comprueba el motor izquierdo, el derecho, las ruedas de aterrizaje. Seguro que me he roto algo. He caído sobre el lado izquierdo y me duele, seguro que está roto. El brazo, roto. No voy a mover nada. Y ahora sí que pensé lo que era más probable. ¿Y si no puedo mover las piernas? ¿Y si te quedaste paralítica? Bueno. Ya está hecho. Ya aterrizaste. Mejor me quedo acá y no hago nada porque no quiero saber que no volveré a caminar. Prefiero tener unos momentos de calma antes de saberlo. Antes de enfrentarme al peor momento de mi vida, voy a quedarme un rato acá disfrutando de que no me abrí la cabeza.

Entonces volvieron los sonidos. Distinguí voces y algunos gritos. Sí, gritos. Si hay gritos, debo de tener las piernas destrozadas. Me voy a quedar acá un rato más, un descanso. Sentí un dolor intenso en la rodilla y moví las piernas. No me había quedado paralítica. Decidí ver si podía pararme. Y lo hice. Sola. Estaba todavía muy mareada, pero pude caminar. Había mucha gente, se me acercaban, algunos me preguntaban si estaba todo bien. Les dije que creía que iba a desmayarme. Sentí como un vértigo. Dos personas me sujetaron y me sentaron en el borde de la vereda.

Y ahí vi que, justo enfrente, había un grupo que rodeaba a una mujer grande, una anciana, que no se movía, que tenía la cabeza cubierta de sangre, abierta, que el pie no estaba en el lugar que iba un pie. Y a unos metros más allá, vi un bolso marrón y más allá, mi bicicleta en el medio de la calle. Abandonada, alejada de la multitud, como si nos mirara. La rueda de delante estaba abollada, ahuecada, y los rayos tenían un color rojo que antes tampoco estaba allí.

Breves: Calendario

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—¿Un primer marido? No, no sabía nada. Yo pensé que Ernesto era tu primer marido.
—No. Ernesto es mi segundo marido.
—Pero ¿Quién era?
—Lo conocí por unos amigos. No era muy alto, moreno, muy delgado. Nada del otro mundo, pero atractivo. Era ingeniero, una persona inquieta, sociable. Nos parecíamos mucho, compartíamos gustos, viajábamos, nos reíamos. Todo era fácil.
—Parece ideal, ¿por qué te divorciaste? ¿Te divorciaste?
—Cuando llevábamos casados siete años, tuve una gripe que me dejó postrada en la cama una semana. Ese mismo viernes, teníamos una fiesta en la casa de unos amigos de amigos. No los conocíamos. Como me dolía todo el cuerpo y no me podía levantar, le dije que fuera él a la fiesta. No quería ir sin mí, me dijo que se aburriría, que no me quería dejar sola. Yo le insistí para que fuera, que se distraería. Le dije que, de todas formas, yo me iba a tomar unas pastillas y dormir. Así que al final, se fue y yo me tomé las medicinas y me quedé dormida.
—¡Ay, Dios! ¿Y le pasó algo? ¿Tuvo un accidente?
—No, no tuvo un accidente. A las cinco de la mañana, me despertó. Me zarandeaba desesperado. Yo estaba medio dormida, me había tomado la medicación así que no estaba muy lúcida y no acababa de entender lo que me decía.
—¿Tuvo un accidente y mató a alguien?
—No, nadie se muere. Bueno, sí. Pero espera. En la fiesta había conocido a una mujer, la anfitriona, la pareja amiga de nuestros amigos. Me dijo que había sido un auténtico flechazo, como esos que se veían en el cine. No se habían podido separar en toda la noche. Yo pensé que estaba completamente borracho. Me preguntó que qué íbamos a hacer ahora, que cómo íbamos a incluirla en nuestra vida. Como siempre que te pasa algo que no te esperas, tardé en reaccionar. Le dije que lo que tenía que hacer era dormir la mona y que mañana todo se habría pasado.
Pero a la mañana siguiente, siguió la misma cantinela. Había momentos en que pensaba que un día nos despertaríamos y volveríamos a ser los de antes. Desde fuera hasta parecía que todo seguía igual. Estuvimos un par de meses así. Pensé que él se acabaría cansando de ella. Yo cada día estaba más delgada, no dormía. Hablamos y decidimos darnos seis meses separados, así el vivía esa aventura. No veíamos otra alternativa y no duraría eternamente, no podía durar. Los dos estábamos convencidos de eso.
Me fui a vivir a un apartamento sola. Perdí casi quince kilos en esos seis meses. Los colegas del trabajo me decían que parecía un chupa-chups porque era pura cabeza. Yo había dejado de vivir en cierto modo, solo estaba esperando. Llegaba a casa y marcaba en un calendario que tenía en la pared de la cocina, los días que habían pasado desde que nos habíamos separado. Cuando marqué el último día de los seis meses lo llamé por teléfono. ¿Y sabes lo que me dijo?
—No sé, no sé.¿Que se quería separar? ¿Que quería volver?
—No. Me dijo: «No me lo puedo creer ¿Ya han pasado seis meses?». Y ya no hizo falta más. A los pocos días me enteré de que el anfitrión de la fiesta, el marido de ella, se había estrellado con el coche contra un árbol. Iba borracho, pero todos pensaron, como yo, que se había suicidado.

Breves: Mènage

Este texto se publicó en el blog La historia sin fin que pueden visitar aquí.

bar-171179_1280—Los dos, ¿cómo que los dos?

—Sí, primero se me acerca el camarero y me dice que nos juntemos a las tres cuando él sale. Y luego, cuando voy al baño, se me acerca el amigo del camarero, guapísimo, y me dice que qué hago más tarde y me besa delante del servicio. Ahí, le doy gracias al Todopoderoso por haberse fijado en mí esa noche.
—¿Un mènage? ¿Querían un mènage?
—Sí, me estaban proponiendo un mènage. Yo, tonta de mí, pensé que iba a ser demasiado. Me faltó confianza en mí misma. Flaqueé.
—¿Les dijiste que no?
—Flaqueé, pero me convencí a mí misma. No podía desperdiciar una oportunidad así, te imaginas que eso solo te presenta una vez en la vida. Que podríamos pasar miles de horas analizando esta aventura con las amigas. Me habían propuesto uno antes, pero eran unos amigos que estaban muy borrachos, pero ahora…
—Tus amigos eran feos y estos eran guapos.
—Sí, bastante. Se me presentaban dos adonis, unos cuerpos, unos músculos, unos ojos verdes. Juventud y belleza, no podía decir que no. ¿Por qué se habían fijado en mí? Ni idea. Me convencí de que era una mujer muy atractiva.
—¿Y cómo fue? ¿Cómo os lo montasteis?
—No pasó nada.
—¿Cómo?
—El guapísimo y yo esperamos hasta las tres a que el camarero acabara su turno. Cogimos algo de bebida para llevar a su departamento. Yo necesitaba beber más para acabar de animarme porque la situación me imponía un poco de respeto. Y entonces cuando salíamos con las bolsas, el más guapo, el amigo del camarero, cruza la calle y ¡zas! lo embiste un coche.
—¡No! ¿Lo matan?
—Espera. Queda tendido en la calle. Mira, yo ahí de pie sujetando una de las bolsas como una estúpida. El del coche se baja, el camarero se arrodilla, y le dice: «Hay que llamar a una ambulancia». Y sí había que llamar a una ambulancia, pero yo no me podía quedar allí con ese lío. Yo tengo un marido, unos hijos, una familia ¿me entiendes?
—¿Te fuiste?
—Se empezaron a acercar otras personas que salían de los bares y yo no pintaba nada allí, ya habían llamado a la ambulancia, así que me camuflé entre todos y me fui.
—¿Y no sabes qué pasó?
—Lo que pasó es que me quedé sin mi mènage, eso pasó, y otra oportunidad así no se me va a presentar a estas alturas de mi vida ¿no te parece?

Breves: Noticias del frente

Este texto se publicó en el blog La historia sin fin que pueden visitar aquí .

man-1519665_640«Está dentro de mis cálculos que se sorprenda al recibir esta carta. Aunque también está dentro de mis cálculos que quizás nunca llegue a leerla. No he encontrado otra forma de ponerme en contacto con usted; se han cortado los suministros en su zona y no creo que tenga ya ni correo electrónico ni un móvil con batería. Es posible que el servicio de distribución del correo postal ya no exista allí. Solo los que vivimos aquí, en el este, continuamos conectados al sistema y, aun así, le confieso que no funciona del todo bien. Digamos que envío un mensaje en una botella y que la lanzo al mar. Aun así, deseo que le llegue.

Ayer Vasily salió en un vehículo de exploración en la zona norte y, aparentemente, un grupo de rebeldes había colocado explosivos en el puente que cruza el río Kario. Nos dijeron que no había supervivientes. Nunca sabemos a ciencia cierta qué está ocurriendo. No se imagina lo extraño que es todo aquí, tanto que nunca estamos seguros de nada. A veces creo que los rebeldes no existen o que, incluso, los otros nos consideran «los rebeldes».

Su hijo y yo nos hemos hecho, o nos hicimos, muy amigos durante estos últimos años y siempre hablaba de su casa, un poco como hacemos todos, y de usted, sobre todo, de su empeño por seguir allí. Habíamos acordado que si a alguno de nosotros le pasaba algo, el otro avisaría a la familia. Me ha tocado a mí. Hubiera ido personalmente, pero bien sabe que es casi imposible salir de aquí. No sé si esto la aliviará, pero quería explicarle que estos años no han sido del todo malos. Dentro de esta rutina absurda de la que no podemos escapar, tenemos nuestros momentos de casi felicidad. Usted lo comprenderá bien porque también los tendrá, aunque esté sola en una ciudad destruida, ¿verdad? A veces es el sol en un día helado; otras, una flor que crece contra todo pronóstico, y otras, la charla íntima, esas auténticas, con un amigo, como las mías con Vasily. Incluso tenemos, o teníamos, una mascota, un gato que habíamos encontrado vagando hambriento por una de las zonas deshabitadas. Se llama Misha, así le puso su hijo en honor al gato que tenían ustedes cuando él era pequeño.

Siento darle la noticia así por carta, pero ya sabe… Le adjunto con esta carta una foto que nos sacamos con Misha para que tenga un recuerdo de nuestros días felices».

Anna dejó la carta sobre la mesa y se quedó con la fotografía en la mano. Le pareció oír la puerta abrirse y corrió, como no había hecho en años; presintió que era él, que era Vasily que, por fin, había conseguido volver.

Breves: La teoría de las puertas

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En una fiesta hace unos años, conocí a un chico finlandés que me explicó, en medio de la algarabía y del baile, que una persona solo disponía del tiempo necesario para atender a unos cien amigos a la vez. Si incluía a alguien más, alguna de aquellas personas (las atesoradas cien) debía salir, como si uno más nos impidiera respirar. Donde se abría una puerta, se cerraba otra.

Aunque al principio, su razonamiento me pareció frío —claro, era nórdico—, pensé que escondía una parte de verdad. Era otra formulación de aquello de que cuando se abre una puerta, se cierra otra. Mi tiempo era limitado, no había para todos. ¿Me había tomado la amistad demasiado a la ligera? ¿Merecía le pena dedicarme a personas nuevas si iba a abandonar a otras? Yo iba por la vida como si fuera un perro al que le tiran un hueso y corre, atolondrado, detrás de él. ¿Había que razonar y racionar la amistad? Esta teoría descartaba también cualquier posibilidad de tener un novio, o un marido, y, además, un amante; justificaba la fidelidad no por una falta de ganas, sino de espacio, y esto eliminaba complicaciones y culpas. Por otro lado, si se trataba de rupturas, no era necesario indagar en los problemas, sino que había una persona nueva a punto de abrir una puerta u otra ya la había abierto de par en par.

Más adelante, descubrí, ya que los finlandeses no son lo que se dice charlatanes, que me explicó esta teoría porque se había bebido una botella de vodka, quizás no la seguía a rajatabla, o sí. Y aunque ya había plantado la semilla de la teoría y, a partir de entonces, cuando conozco a alguien tiendo a sopesar quién se verá afectado por la onda expansiva del tsunami, lo cierto es que existe una especie de ley de selección natural darwiniana que hace que nos elijamos y nos descartemos sin necesidad de mantener un cálculo. Algunas veces nos quedamos cortos y otras nos excedemos.

También descubrí que yo no estaba dentro de esas cien personas que el finlandés atesoraba en su círculo; la puerta se cerró. Se ve que mi ansia de comunicación resultaba agotadora para un nórdico sobrio. Bueno. Nadie es perfecto.

 

Breves: Confesión

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—Dime, hija, ¿qué te preocupa?

—Padre, las notas bajaron otra vez.

—¿No estudias?

—Sí, me siento a estudiar, pero me cuesta porque me pongo a pensar en comer.

Voy a la cocina y me preparo un sandwich de jamón y queso con un poco de

mostaza y mayonesa, y también me llevo galletitas. Si mi mamá compró las que

a mí me gustan, esas que están rellenas de chocolate, entonces me puedo comer

todo el paquete de una sentada. Y como se me seca la boca, me llevo algo para

tomar también. Mi mamá compra bebidas sin azúcar para que no engorde, dice,

pero yo acabo preparándome un Nesquick y le pongo azúcar porque me gusta

que la leche esté muy dulce. Me llevo todo al cuarto y me pongo a comer

mientras estudio, pero no me quedo con nada, porque me pongo a pensar en

que me gustaría hacerme otro sandwich. A veces, ni me da tiempo a leerme la

página que ya quiero prepararme otro, y me paso toda la tarde yendo y viniendo

de la cocina.

—¿Y tus padres te llevaron a un médico?

—Sí, padre, el médico me pregunta por mis preocupaciones y yo no sé qué

decirle. Me da vergüenza. Con él, no tengo la confianza que tengo con usted.

—¿Qué te da vergüenza?

—Lo que pasa padre es que … no sé, yo no estoy en el cuerpo correcto. Esta chica

gordita no soy yo. Yo lo sé esto hace mucho, pero no sé qué hacer. No sé si Dios

lo decidió así o si justo hubo un fallo divino cuando nací y se confundieron.

Entiendo que cualquiera, hasta el más divino, pueda cometer un error. Usted

mismo lo ha dicho alguna vez. En resumen: no tengo el cuerpo que me

corresponde. Yo no soy una chica, padre, no soy una chica, y esa es la verdad.

Pero no sé por dónde se empieza con esto, ¿me entiende?

 

Breves: Los paciagos

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wright-brothers-1386238_1280Había una vez una isla en el océano Atlántico donde vivían los paciagos, un pueblo de personas muy, muy pequeñas que subsistían de lo que daban sus huertas y de la recolección de frutos del bosque. Cada uno de ellos tenía una pequeña cabaña individual en lo alto de un árbol. El árbol llevaba una etiqueta con el nombre de su dueño, también llevaban etiquetas las huertas, las flores y los árboles y frutos del bosque, de manera que la isla estaba plagada de carteles que indicaban a quién pertenecía cada objeto animado o inanimado de la isla; sí, también los gatos, perros, canarios, palomas llevaban su etiqueta con el nombre de su propietario.
Los paciagos vivían en un clima de aparente armonía porque a nadie se le ocurría traspasar la ley no escrita de la isla: no tocarás los bienes ajenos. Por las noches, se juntaban en la tierra de uno de ellos, por turnos estrictos y alfabéticos, encendían una hoguera y hablaban mientras bebían un vaso de aguardiente hecha de caña de azúcar, abundante en la isla. Los paciagos no se entretenían en prácticas sexuales, se consideraba que cada uno debía respetar su individualidad en todos los sentidos; así que no tenían hijos y vivían eternamente.
Todo hubiera transcurrido así por los siglos de los siglos, si no hubiera llegado a la orilla de la isla un cofre que contenía un libro con unas magníficas ilustraciones para construir un aeroplano. Los paciagos nunca habían visto algo igual y pensaron que si construían uno podrían etiquetar el cielo, las nubes, el sol y la luna. Aunque los paciagos estaban acostumbrados a trabajar en solitario, se organizaron por turnos de diez miembros para avanzar más rápido en la construcción a la vez que trabajaban sus tierras. Ese contacto diario hizo que se estrecharan algunas relaciones y el aumento del trabajo conllevó un aumento en el consumo de aguardiente. Más de una pareja de paciagos se escondía ahora tras los arbustos para dar rienda suelta a sus deseos tantos años aplacados. Otras relaciones se rompieron por discusiones ridículas sobre la interpretación de los dibujos, por las noches de sexo desenfrenado que se pretendía disimular o por la ausencia de las noches de sexo con alguien en particular.
Lo cierto es que la tranquila vida de la isla se vio francamente alterada con la llegada de los planos. Algunos querían volver al pasado, no les parecía tolerable el aumento en la carga de trabajo y el desenfreno nocturno, y otros, los que se escondían en los arbustos sobre todo, no querían volver ni locos. Decían que ahora se sentían vivos e insistían en la construcción del dichoso aeroplano que les ayudaría a etiquetar todo el mundo. Y entonces pasó lo que ya se veía venir, una noche cuando el aparato estaba casi acabado, solo quedaban retoques como asientos o ventanas, el aguardiente corrió en abundancia y un grupo de tres paciagos se envalentonó y decidió subirse al aeroplano y etiquetar alguna estrella. Algunos intentaron impedirlo con poco entusiasmo, ya estaban pensando en arrimarse a un arbusto para pasar la noche en compañía. Los tres intrépidos se subieron al aeroplano, encendieron el motor, alzaron el vuelo y se perdieron en la noche. No los volvieron a ver ni las estrellas quedaron etiquetadas, se quejaron los más prácticos. Sin el aeroplano que construir y la pérdida de tres habitantes de la isla, se decidió que la locura ya había causado el daño suficiente a la vez que les había perder tiempo valioso de siembra, así que todos volvieron a la antigua rutina, casi avergonzados de sus desmanes. Se prohibió el aguardiente y el sexo volvió a quedar en desuso.
Diez años después llegó a la isla otro cofre. En esta ocasión nadie quiso abrirlo por miedo a que se repitieran los mismos hechos del pasado. Le pusieron varias piedras para hundirlo en el fondo del mar. Y fue una lástima porque contenía una carta de los tres paciagos extraviados que les invitaban a construir otro aeroplano, el suyo se había estrellado al aterrizar, y les enviaban las direcciones para llegar a una nueva isla mucho más benigna y más rica en comida lo que les permitía pasar el día bebiendo y procreando como conejos.

Breves: Preferiría no hacerlo

Este texto se publicó en noviembre de 2016 en el blog La historia sin fin que pueden visitar aquí.

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No es que no hiciera nada, es que prefería… Ya, pero como ha dicho que no hacía nada, quise aclararle que… Ya, que esperaban más de mí. Yo también esperaba más, la verdad, desde chiquita, en el trabajo, en las relaciones, después pasó lo que pasó: que dejé de esperar. Dicen que es una forma de alcanzar la sabiduría. Sí, tiene razón, me fui por las ramas, pero como hablábamos de mí. Sí, sí, si yo lo entiendo. No se lo tomo a mal. Le mandaron a decírmelo. Si puedo decir en mi defensa…ah, no puedo. No, no, no solo contestaba a los correos urgentes, también fui a reuniones. ¿Que no participaba? No, nunca tomé notas, pero siempre había alguien que lo hacía. Cierto, no propuse acciones para mejorar la productividad del equipo. Pero no es que no quisiera hacerlo es que no era… importante. ¿La pantalla en blanco? Estaba apagada, en blanco, no. ¿Más proactiva? No, si no me río, solo que me sorprende la palabra. Si lo piensa…

¿Lo de la paloma?, ¿la última gota? Pero cómo iba yo a saber que nos visitaría un cliente clave para la empresa justo entonces. ¿Cientos de trabajos perdidos? Pero si somos veinte. La paloma estaba atrapada entre los cristales. Tampoco grité tanto. Sí, un poco sí, simplemente quise advertir a los compañeros que algo de verdad importante estaba pasando. Valore al menos que fui proactiva ¿no? Puedo pagar el mobiliario, si quiere, solo son un par de ventanas. ¿Que qué es importante? Su vida, la vida de la paloma. No diga eso, no le importa una mierda, eso no. Lo dice ahora porque está disgustado. Sí, muy bien, me voy. No se sulfure. Ya, ya lo sé, es intolerable.

¿Le cierro la puerta al salir?

Breves: Divertimento

Este texto se publicó en octubre en el blog La historia sin fin que pueden visitar aquí.

phone-divertimentoNo sé qué decirte, fue como cuando mirás una serie de televisión, una espectadora, así, de lejos. ¿Que si él se dio cuenta? No, no lo creo. Estaba demasiado concentrado en las acrobacias. ¿Por qué hacer todas las posturas del Kama Sutra? ¿Había visto mucho porno? Me revoleaba las piernas, me giraba de un lado al otro. Agotador. Sí, sí que intenté tomar la iniciativa, pero no pude. Ya me hubiera gustado. ¿Cómo me iba a ir de mi propia casa? Pensé en darle una excusa, pero eran las dos de la mañana. ¿Qué podía decir? ¿Quedé para un café? Y si lo echaba, iba a tener una confrontación. Ya sabés que me cuestan las confrontaciones. Que sí, que lo estoy trabajando con mi psicóloga. ¿A vos no te pasó nunca? Ah…ves. ¿Y qué hiciste? Ah, hablar. ¿Y se calmó la cosa o siguió la preparación olímpica? Se calmó…un poco. Bueno, yo no dije nada, fíjate. Un poco de inventiva, me gusta, perfecto, pero me empujó al borde la cama y tuve que hacer la rueda para no abrirme la cabeza, después se paró así contra la pared … te ahorro los detalles. Yo temí por él, se veía enclenque. ¿Disfrutar? No había tiempo en esa carrera de obstáculos. ¿Si él se lo pasaba bien? Yo creo que, al principio, no y, después, sí porque empezó a gemir bajito, lo normal, pero después fue en crescendo. No sé cómo podía salir tanta voz de un cuerpo tan chico, unos gritos descomunales que inundaban el edificio. No paraba nunca. Y yo pensaba en los vecinos. Una vergüenza. De hecho, esta mañana me crucé con la del sexto y no me miró bien. Y bueno, che… ¡y las peleas que yo les aguanto!

¿Que si lo voy a volver a ver? Quedamos para este viernes, pero en su casa. Ya lo sé. No me digás nada. Nada.

Breves: Cómplice

Este texto se publicó en octubre en el blog La historia sin fin que pueden visitar aquí.

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—Llegué a las cuatro de la mañana y en la entrada, se me abalanzó el vecino: «¡Se cayó por la escalera! ¡Se cayó por la escalera!». En el rellano, la vecina tenía la cabeza abierta, como un huevo que se ha roto contra un bol y se ha desparramado en una sartén. «¿Llamó a la ambulancia?». No me contestó; mareado de pánico. Se lo repetí tres veces. «¡Ayúdame!», me dijo al fin.

—¿Estaba viva?

—Sí, estaba inconsciente, extendida como una muñeca de trapo en los últimos escalones, partes de la masa cerebral caían sobre un inmenso charco rojo que se oscurecía al alcanzar la orilla; todavía mascullada palabras inconexas.

»Saltamos por encima de ese lago para llegar a la casa y llamé a urgencias.

»–Necesitamos el número de la seguridad social.

»—¿Cómo? Soy la vecina, son mayores y su marido está conmocionado…

»—Sin el número no podemos enviar la ambulancia.

»Entonces me volví a él:

»—¡El número de la seguridad social!

»Me miró ausente. Le agarré el brazo fuerte casi para lastimarlo y le grité:

»—El número de la seguridad social. ¿Me escucha? ¡Ahora!

»Volvió de muy lejos, se giró, sacó de un cajón la tarjeta y me la pasó con un redoble de temblores. Le dicté el número a la operadora.

»—No la muevan.

»Para entonces, el edificio se había levantado y se congregaba en el rellano, junto al cuerpo que repetía su letanía.

»Llegó la ambulancia y, antes de irse, la médica me dijo:

»—No creo que pase de esta noche.

—¿Y se murió?

—Estuvo más de un mes en cuidados intensivos, pero vivió. Nunca se recuperó del todo. Una vez, me la encontré por la calle, extraviada, y le pregunté: «¿Sabe volver?». No me reconoció y dijo: «Estoy cerca, ¿no?»; volvimos juntas a nuestro edificio. Otras veces, la trajo la policía.

»Sé que fue él quien la empujó; desde mi departamento, escuchaba los gritos de la vecina cuando le pegaba. Después de esa noche, no volvió a hacerlo.

»Al menos eso no volvió a pasar.