La revista literaria Literatura Chèvere publicó este relato en su sección El Chévere invitado hace un tiempito. No sé si esto es exactamente un relato, pero como le gusta mucho a mi hermana Mercedes, lo incluyo ahora en este blog.
Los peces
Fue en el tiempo que se enfermó la gata que las dos nos replegamos en un ovillo de lana blanca y negra. Ella para protegerse de un mar oscuro que la consumía y yo para cubrir el vacío de su partida o es posible que por el peso exógeno de demasiadas renuncias. Siempre era más fácil centrarse en un propósito que exigiera toda nuestra atención que hacer frente a unas opciones laborales cansinas con pingüinos vestidos de fiesta, a fracasos sentimentales de escaso interés poético y a logros académicos otorgados por diminutas lechuzas con gafas para la presbicia. Y aunque se tuviera una vida plena de emociones intensas, de aquellas que tienen los zorros, la enfermedad y un mal pronóstico le confieren a la existencia un sentido único e inequívoco. Me centré en los cuidados de una gata que quizás no demandaba tanta atención pero que yo ofrecía a raudales. Las puertas de la presa, tanto tiempo cerrada, se abrían ahora de par en par, desbordando los ríos e inundando los campos a su paso, cosechas perdidas y ratones ahogados, tal es el precio, a veces, del amor.
Sin embargo, sentía que a pesar de esa cúpula de cristal de colores luminosos, unos fucsias y otros verdes esmeralda, con los que yo protegía la casa y a la gata y que nos separaba de los otros sin que ellos se dieran cuenta, los peces gordos y resbaladizos querían colarse por las hendijas de puertas y ventanas, con esas bocas dentadas y sangrantes en busca de su siguiente víctima. Siempre los peces, incesantes y al acecho. Esa oscuridad verde viscosa se filtraba sin remedio y al llegar a casa notaba detalles de su presencia ominosa y taimada. Unas gotas de un líquido negro en el florero marchitaban unos girasoles ennegrecidos, antes amarillos, o un trozo de pan se cubría de un moho verde azulado que avanzaba lentamente por entre las migas pálidas y resignadas. En ocasiones era tan solo el olor intenso a pescado podrido que me obligaba a abrir las ventanas de par en par y dejar que el aire puro se llevara el hedor y nos limpiara los pulmones cansados. La gata se acostumbró a mis cuidados y a pesar de los agoreros anuncios del veterinario, un oso grande y marrón que vivía en una zona más alejada de la ciudad, continuó viviendo mientras se consumía nuestro tiempo y los peces se escondían debajo del váter en la tubería más putrefacta del apartamento.
Otra en mi lugar hubiese llenado la casa de velas perfumadas e inciensos mientras realizaba ejercicios de meditación o de algún tipo de yoga, pero yo no era dada en exceso a una dimensión espiritual complementaria, no estaba abocada a una perenne satisfacción y unión con el cosmos. Los espíritus, si presentes, ya no habitaban la casa custodiada por la fauna marina y adornarla con velas sólo hubiese servido para indicar un camino que yo quería obliterar para cualquier visitante. El cosmos no estaba para bromas pesadas de un viejo gurú arrugado repitiendo un mantra de la misma forma que mi abuela rezaba el rosario cada noche a la luz de esa virgen que se encendía aún en total oscuridad. Una virgen de luminosidad verdosa que nunca le otorgó ningún deseo sino más bien el deseo de no desear nada hasta el final. Fue entonces cuando se le acumularon todos ellos pero ya fue tarde para realizarlos y se cayeron de la cama moribunda, como mi hermana de la litera cuando éramos niñas, estrepitosamente.
Una mañana los ojos verdes de la gata comenzaron a teñirse de tenues puntitos azul oscuro. La única alternativa era alejarnos de la terrible voracidad del mar, siempre en demanda de un bucanero para seguir reinando en costas e islas, adentrarnos en las montañas para las que solo bastaba unos pequeños copos de avena que cubrieran sus picos más altos. Entonces, aprovechando la claridad del día, cargué el maletero del coche con miles de latas y bolsas de frutos secos para subsistir en nuestro retiro hibernal. Durante el trayecto cantamos mil canciones infantiles que, aunque sabíamos anacrónicas y banales, nos hicieron pensar en teatros de ópera y sopranos enormemente gordas y delicadas, que morían de una tuberculosis demasiado temprana. Ahí estaba la enfermedad, otra vez, presente aún en nuestros juegos más íntimos. Podría parecer que estábamos mentando al diablo pero era nuestra manera de retarla, de ganarle una partida a fuerza de reírnos de ella porque dicen las urracas que si ríes de las cosas importantes encuentras la clave de la felicidad. Quizás, no.
Sólo nos detuvimos para repostar porque en las paradas radica la sensación de movimiento y aunque nuestro viaje era una huída, no por ello queríamos restarle ese carácter renovador que lo caracteriza. Éramos como excursionistas de domingo, llenos de alegría, por un lado, ante la perspectiva del día de asueto, y de tristeza, por otro, fruto de la realización de los días que se habían escapado por los radiadores del cuarto de baño. Cuando finalmente divisé las montañas, como reinas de picas, su inmovilidad me hizo recordar a la gata cuando contempla la realidad desde la ventana y sonó una cantata acompañada de violines y platos a modo de bienvenida. Por delante un camino de tierra entre árboles y a ambos lados campos sembrados de colza. Al llegar la casa estaba fría pero el fuego caldeó las dos diminutas habitaciones casi al mismo tiempo que colocaba la última lata en el armario.
Algunos días, si no llueve, recorremos los caminos que marcan las montañas, ella va delante olfateando otros animales o incluso flores. Es más difícil que los peces lleguen a las montañas pero se han dado demasiados casos en la historia de esta comarca como para ignorarlos, se guían por brújulas pegajosas que les muestran caminos recónditos incluso subterráneos, de forma que a veces se presentan en un pozo o nadan en la fuente de algún pueblo perdido de la montaña.