Poema a la durada de Peter Handke

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La editorial Cafè Central junto con Eumo Editorial acaban de publicar Poema a la durada (Gedicht an die Dauer) del escritor austríaco Peter Handke (Griffen, 1942); el número 77 de su colección de Jardins de Samarcanda.

La traducción al catalán la firma Marta Pera quien tiene en su haber una larga lista de publicaciones de importantes autores como Nabokov, Mansfield, Rushdie, además de ser la ganadora en 2014 del premio de traducción de poesía Jordi Domènech por la obra Mestre de disfresses de Charles Simic. Sus traducciones aúnan la corrección, la naturalidad y la sutileza del lenguaje. Aunque es difícil hablar de una traducción cuando no se conoce el idioma de origen (en este caso el alemán), en este texto nada nos parece forzado, magnificado o elegido para mostrar el gran oficio de esta traductora. Nos sumergimos con rapidez en el texto bajo la impresión de que estamos leyendo un original.

En el poema, Handke nos explica que lleva tiempo queriendo escribir sobre la duración —un concepto acuñado por el filósofo francés Henri Bergson, citado al final del libro— y que solo puede hacerlo en un poema que pretende explicar este «sentimiento» en una sucesión de imágenes. Handke nos desgrana a lo largo de setenta páginas qué es y qué no es la duración, a través de su experiencia en distintos lugares e instantes de la vida, y de su intento de volver a la duración desde la infancia.

Aunque el autor nos resulte algo distante, incluso huraño, y el concepto de duración sea difícil de asimilar en una primera lectura, el poema nos recuerda —al menos así me ocurrió a mí— la obligación que tenemos de buscar esos instantes de duración, de encuentro con algo que se sitúa más allá de lo meramente material o de conceptos edulcorados, como pueden ser la felicidad o el bienestar; nos recuerda que se puede llegar a esa sensación de plenitud y de auténtico yo, sin un preámbulo de fuegos artificiales y grandes triunfos, sino en silencio, en comunión, en una continua búsqueda de lo sutil.

Curiosamente, los pasajes que me resultaron más cercanos son aquellos en que el autor comparte momentos (de duración o no) con su abuelo, sus amigos, su hijo o, incluso, su traductor, pero esto sin duda cambiará según la experiencia y el gusto de cada lector. Aquí les dejo uno de mis pasajes favoritos (¡un poeta que incluye a su traductor en un poema!) que espero les invite a saborear esta obra y recuperar el gusto por la búsqueda de lo casi imperceptible pero, a la vez, único en cada uno de nosotros.

Arthur, l’última vegada que vaig ser  a París

vam acordar

que tornaríem a anar plegats a la Fontaine Sainte-Marie.

Però llavors, un cop allà amb tu,

després d’haver-hi passat junts una hora bona,

vaig sentir la pruïja, tot i la decisió presa,

de continuar el camí jo sol

i et vaig enviar a casa.

Tu ho vas entendre

—traductor no d’ofici,

sinó de cor,

company pensador, actor del text, amic—;

sense nécessitat d’explications, rient

i fent-me senyals amb la mà, vas tornar a la ciutat,

a la teva Porte des Lilas, la porta Est, la porta dels lilàs;

anhelaves tant com jo

estar sol en companyia de la durada.

Sí, Fontaine Sainte-Marie, o Portes des Lilas,

se us estima.

Nota: la traducción al español está publicada en Lumen (1991) y traducida por Eustaquio Barjau.

Muerte en el Everest

Este artículo se publicó impreso en diciembre de 2015 en El Observador Prensa Libre y también se puede leer en su versión digital aquí. Fue el último artículo (por ahora) de la serie La realidad supera a la ficción. A partir de enero, comenzamos una nueva sección llamada La máquina del tiempo.
everest-newLa altura de este imponente pico, 8848 metros sobre el nivel del mar, lo convierte en un trofeo codiciado por montañeros y alpinistas de todo el mundo. La ambición por alcanzar la cumbre —lograda por unas 1000 personas después de que Hillary y Norgay lo hicieran por primera vez en 1953— ha dejado también un reguero de desesperación y muerte, más de 200 personas han perecido en el intento. Sus cadáveres, todavía presentes en la montaña, simbolizan el alto precio a pagar para lograrlo. A esta altitud, las condiciones son tan extremas —hasta -40º, tormentas, avalanchas, hipoxia, hipotermia— que volver vivo es un verdadero milagro. Sin embargo, la crónica que les traigo hoy no habla de esta ambición sino de la solidaridad ejercida contra todo pronóstico en circunstancias del todo adversas.
Lincoln Hall, un alpinista australiano de 50 años y con una dilatada experiencia, había intentado alcanzar la cima en dos ocasiones anteriores sin éxito. En 2006 es invitado a una gran expedición liderada por Alexander Abramov; sabe que es su última oportunidad para llegar a la cumbre del Everest. Después de seis semanas de aclimatación, el 25 de mayo, Hall sale de madrugada del campo III con tres sherpas Doljee, Dawa y Lakcha. El cielo está despejado, la temperatura es buena y se encuentran en forma así que consiguen llegar al techo del mundo a las 9 de la mañana. Se sacan la foto de rigor y Hall informa al campo base de su hazaña. Pero esto es solo la mitad del camino, lo importante es el descenso y es justamente aquí donde se tuerce la suerte de Lincoln.
De repente, se encuentra terriblemente cansado, pierde la conciencia por momentos y su discurso se vuelve incoherente. Los sherpas reconocen los síntomas: se trata de un edema cerebral de altitud, una de las enfermedades habituales en la llamada «zona de la muerte». Debido a la altitud se acumula líquido en el cerebro y este se dilata, el enfermo pierde coordinación y niveles de consciencia, sufre alucinaciones y psicosis hasta que entra en coma, y muere. Los sherpas saben que para sobrevivir Lincoln debe moverse y descender. A esa altura, el peso se multiplica y nadie puede cargar con un compañero; tampoco el rescate es una opción ya que no llegaría antes de la noche. Con muchísima dificultad y arriesgando su vida, los sherpas consiguen que baje algunos metros. 
Abramov pide a otro sherpa, Pemba, que sube a ayudar al resto del equipo. Pero cuando llega, Hall se derrumba sobre la nieve y entra en coma. La hora idónea para regresar de «la zona» no puede pasar de las 2 de la tarde, ya son las 5 y los sherpas no consiguen reanimarlo. Aún así, se quedan dos horas más, hasta que Abramov les ordena bajar para salvarse. Los sherpas dan a Hall por muerto y como es tradicional se llevan su mochila para enviarla a los familiares. Lincoln se queda a 8700 metros sin oxígeno, sin protección y sin agua.
Pero sucede algo extraordinario. La temperatura esa noche no baja de los -25º, Hall se despierta del coma y aunque tiene hipotermia, está deshidratado y delira, consigue mantenerse vivo. A las 7:30 de la mañana del 26, Andrew Brash, Myles Osborne y el sherpa Jangbu liderados por Daniel Mazur, ven, a tan solo 200 metros de la cima, a un hombre sentado al borde de un precipicio de 3000 metros. No lleva gorro ni guantes, y el equipo está bajado hasta la cintura. Tampoco tiene oxígeno ni agua, y muestra signos evidentes de congelación y edema cerebral. Al verlos, les dice: «Imagino que estarán sorprendidos de verme acá».

Los cuatro —sin salir de su asombro, nadie ha sobrevivido a esa altura hasta entoncesdeciden ayudar a Hall. Lo cubren, le dan oxígeno, comida y agua, y movilizan a toda la expedición de rescate. Se quedan con él cuatro horas hasta que llegan 12 sherpas del campamento base. Saben que ellos han perdido la oportunidad de alcanzar la cima, no tienen ni tiempo ni oxígeno para intentar el último ascenso. Antes de bajar, dirigen una última mirada a ese pico que está tan cerca y, a la vez, tan lejos de su alcance, pero saben que la montaña permanecerá siempre allí, en cambio Lincoln Hall solo tenía una oportunidad para vivir.